Todos los micros habían de tener como tema central la lectura.
Piratas de agua dulce
Aquella última esquina del pueblo iluminado señalaba el
límite. Más allá la nada, la oscuridad. Como en las historias de marinos que se
habían de enfrentar a misterios impenetrables, plagados de monstruos, tras el
último cabo conocido; así no sentíamos nosotros, cada vez que nos decidíamos,
emulando a los héroes de nuestras novelas, a rebasarla.
El misterio se iniciaba como al abrir las páginas de nuestros
libros de aventuras. Los más osados y aguerridos abrían la marcha, el resto
seguíamos su rumbo para no caer a la deriva.
El mar era la estepa solitaria y nosotros, piratas en busca
de cofres repletos de maravillas…
La fuerza de la lectura nos empujaba.
Bailabas descalza sobre el suelo de la casa desgastado por toda una vida y cuando te cansabas, te dejabas caer en tu viejo sillón. Cogías el libro y continuabas la lectura. Te olvidabas de ti misma entre sus páginas hasta que de nuevo los ratoncitos que vivían en tu espalda volvían a roerte las entrañas. Otra vez el baile para ahuyentarlos. La televisión era un testigo sin voz de tu terapia.
Viajar como
las aves, en busca de lugares más cálidos. En eso soñaba, cuando me distrajo de
mi lectura un ruido que provenía del
cielo. Suele suceder cuando te sientas a leer al aire libre, a la sombra de un
árbol. Me atrajo la idea de volar con ellas,
sentirme libre, convertirme en un pájaro y seguir a la bandada.
Recuerdos
Nos leía junto a la tapia de los tulipanes los días que hacía
bueno. Los cuidaba con mimo y casi con la misma dedicación que nos otorgaba a
nosotras. Miraba las flores y parecía que sus ojos se alegraban y se volvían
dos arruguitas que reflejaban sus colores. Siempre nos sonreía. Se ausentaba a
ratos, dejando escapar algún suspiro, mientras abandonaba un momento el libro
en su regazo. Nosotras pensábamos que las páginas le traían recuerdos y estos
se agolpaban por salir de su memoria. Pero no le concedíamos descanso, nos
tenía pendientes de la emoción del relato.
-¡Abuela!
–síguenos contando. Y con otro suspiro retomaba la lectura donde la había
dejado.
Aquellas muñecas viejas formaban parte de mi niñez. Las
recordaba. Me miraban interrogantes, como preguntándome qué hacían ahí,
arrinconadas en el desván. De los trastos arrumbados en aquel lugar logré
rescatar de la memoria y del polvo mis primeros cuentos de colorín colorado.
Allí, entre sus páginas amarillentas se encontraban aquellos maravillosos
personajes, tan importantes entonces. Ellos me hicieron soñar otros mundos
fantásticos. ¿En qué momento del viaje se perdió la magia?
Tempus fugit
Toda una vida
Bailabas descalza sobre el suelo de la casa desgastado por toda una vida y cuando te cansabas, te dejabas caer en tu viejo sillón. Cogías el libro y continuabas la lectura. Te olvidabas de ti misma entre sus páginas hasta que de nuevo los ratoncitos que vivían en tu espalda volvían a roerte las entrañas. Otra vez el baile para ahuyentarlos. La televisión era un testigo sin voz de tu terapia.
El sueño de volar
-¿Para qué?
- me pregunté mentalmente. Ya dejaba volar mi imaginación con la lectura y
además, sin miedos ni vértigos.
Así que
regresé, gustosamente, a ella.
Protagonista
Oscureció de repente, las luces del
tren iluminaban tristemente las páginas del libro que sostenía entre mis manos.
Podía abandonar la lectura, aunque estaba
tan concentrada en ella, que apenas me
daba cuenta.
No podía parar de leer, la emoción hacía
que me ajustara mis gafas de miope en lo
más alto del puente de la nariz y que entrecerrara los ojos,-como las chinitas
de ojos rasgados de las huchas del domund, que nos repartían en el colegio-, para ver más
nítidas las letras.
Volvía como cada día a casa, tras la
larga jornada escolar en la capital. Cargada de libros, apuntes y sueños.
Y tú estabas ahí, entre las páginas
de la novela, y yo no atravesaba ningún túnel en el tren comarcal, sino
contigo, y quería conocer qué pasaba finalmente con nosotros.
Así, gracias a las ilusiones de la
lectura, continúo existiendo.
Un espacio compartido
En el desván se apilaban los trastos como si de una
exposición de objetos de otras vidas se tratara. Me gustaba subir a los porches
de la casa familiar en verano, me
encontraba solo y a mis anchas, mientras el resto de la familia revoloteaba en
sus quehaceres diarios allá abajo. Me hacía sentir mayor e importante.
-No te asomes, es muy
peligroso –resonaban las advertencias maternas. Cogía mi libro y podía imaginar
miles de aventuras asomándome por sus ventanas sin cortapisas.
Sobre una vieja silla se apilaban diarios desconcertados, que
mostraban que mi padre también había pasado por allí. Una sonrisa de
satisfacción iluminaba mi cara. Compartíamos un secreto: nuestro olvidado
rincón de lectura.